Quien se pone una máscara se convierte inmediatamente en otro: en la Grecia clásica, la que llevaban los actores de teatro, se llamaba “persona”. Por lo extendido de su uso deberíamos reconocer que nos encanta este tipo de transformación y pocas cosas resultan más divertidas que un intrigante baile de máscaras.
Además de transformarnos, las máscaras sirven para ocultarnos y para engañar a los demás; se oculta el superhéroe tras su careta y confunde el ladrón con su antifaz. Durante el carnaval las máscaras nos permiten ser héroes o villanos por unas horas, sin necesidad de tener que vivir luego en la presión de sus grandezas o sus miserias.
La máscara elegante actúa como complemento embellecedor, efecto que reduplican la intriga y la curiosidad, mientras que aquellas máscaras que producen miedo parecen estar contando una terrible historia que el espectador completa imaginativamente por sí mismo.
En los últimos tiempos ha ganado una indeseable presencia la mascarilla, hermana menor de la familia, a la que esperamos llevar muy pronto al exclusivo terreno del disfraz.
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